En arte actual, lo sublime no es algo evidente, lo que da lugar a situaciones paradójicas: confundir chatarra con una escultura abstracta u ofrecer millones de euros por un cuadro pintado por niños es normal en un momento en el que el concepto ‘obra maestra’ es indefinible.
"Aquí traigo un dibujo de mi hija de cuatro años y nadie se da cuenta". ¿Quién no se ha dejado llevar alguna vez por este pensamiento en una visita a un museo de arte contemporáneo? La mayoría no lo dice en voz alta por no parecer un inculto o por no caer en el ridículo. Sin embargo, esta inquietud tan habitual entre los espectadores de un cuadro es sólo el reflejo de un debate de muchos siglos: ¿cuándo es bueno el arte, y cuándo no? O incluso, ¿qué es una obra de arte?
La dificultad de responder a estas preguntas se ha puesto de manifiesto con un reciente experimento del artista alemán Daniel Richter, uno de los artistas visuales más valorados en Alemania. Richter se hizo pasar en París por un artista callejero y pintaba retratos a turistas por cinco euros, cuando sus cuadros valen millones. La paradoja es que nadie se dio cuenta de la calidad del artista (ni de los miles de euros que valían esos dibujos).
Todos los grandes filósofos han intentado definir lo que es el arte, desde Aristóteles y Platón a Kant, Hegel o Schopenhauer. Comprender lo que es el arte era para ellos acotar lo que es la belleza: para Gottfried Leibniz, es un hecho cuantificable; para David Hume, una simple opinión; para Kant, un poco de cada una de ellas, pero definida por el estado emocional del observador. Todas estas teorías se han ido al traste desde el final del siglo XIX y la llegada de los impresionistas, las vanguardias y el arte contemporáneo. Ya es imposible dar una definición medianamente concreta de lo que es arte. Así lo asegura el catedrático de Literatura de la Universidad de Oxford John Carey en su libro ¿Para qué sirve el arte?.
Carey cita dos elementos en teoría alejados del concepto de arte para demostrar la debilidad de las fronteras artísticas. ¿Es arte un excremento humano? En principio no, pero el artista italiano Piero Manzoni, fallecido en 1963, expuso una colección de latas que contenían, cada una, treinta gramos de sus propios excrementos. La obra forma parte de la Tate Gallery de Londres. ¿Puede ser arte el vacío absoluto? Una respuesta negativa también podría cuestionarse: Yves Klein, uno de los precursores del arte conceptual, presentó una exposición en París que consistía en una galería totalmente vacía. Carey se conforma con decir que "una obra de arte es cualquier cosa que alguien la considere como tal, aunque sólo lo sea para ese alguien".
Consecuencias desastrosas
Lo cierto es que el arte hoy en día conduce a situaciones, cuanto menos, curiosas cuanda se trata de reconocer una obra maestra. En 2003, unos desconocidos entraron en el Museo Guggenheim de Bilbao y colocaron un cuadro abstracto realizado por ellos mismos en una de las paredes de la colección permanente. En la cartela se incluían autor, fecha y procedencia falsos. Ninguno de los visitantes del museo notó nada raro durante las pocas horas que permaneció colgado. Algo similar ocurrió el año pasado en ARCO. Un programa televisivo acudió a la feria de arte contemporáneo con un cuadro pintado en una guardería por niños entre dos y tres años y lo colgó en uno de los pasillos de la muestra. A los potenciales compradores les parecía que el precio estipulado, 15.000 euros, no era exagerado.
Las consecuencias de esta frontera difusa a veces son desastrosas: una creación abstracta de John Chamberlain realizada con chatarra de automóviles fue retirada por los barrenderos cuando alguien la dejó en la puerta de una galería de Nueva York; y los empleados de una casa de subastas retiraron el envoltorio de papel de embalar de una silla sin reparar en que era parte integral de una obra de Christo.
Estas paradojas no son exclusivas de las artes visuales visuales; Joshua Bell, uno de los divos internacionales del violín, se prestó a tocar durante tres cuartos de hora en una estación de metro de Washington. Casi nadie le hizo caso, sólo cuarenta personas se detuvieron un instante a escuchar a un músico que agota las entradas de los mejores teatros del mundo.
Al final, parece tan complicado saber si una obra es buena o mala que quizá sería una buena idea llevar los dibujos de su hija a un marchante de arte. Al menos le fue muy bien a los padres de Marla Olmsted, una niña estadounidense que, a los cuatro años, ya vendía sus composiciones abstractas por 15.000 dólares.
La dificultad de responder a estas preguntas se ha puesto de manifiesto con un reciente experimento del artista alemán Daniel Richter, uno de los artistas visuales más valorados en Alemania. Richter se hizo pasar en París por un artista callejero y pintaba retratos a turistas por cinco euros, cuando sus cuadros valen millones. La paradoja es que nadie se dio cuenta de la calidad del artista (ni de los miles de euros que valían esos dibujos).
Todos los grandes filósofos han intentado definir lo que es el arte, desde Aristóteles y Platón a Kant, Hegel o Schopenhauer. Comprender lo que es el arte era para ellos acotar lo que es la belleza: para Gottfried Leibniz, es un hecho cuantificable; para David Hume, una simple opinión; para Kant, un poco de cada una de ellas, pero definida por el estado emocional del observador. Todas estas teorías se han ido al traste desde el final del siglo XIX y la llegada de los impresionistas, las vanguardias y el arte contemporáneo. Ya es imposible dar una definición medianamente concreta de lo que es arte. Así lo asegura el catedrático de Literatura de la Universidad de Oxford John Carey en su libro ¿Para qué sirve el arte?.
Carey cita dos elementos en teoría alejados del concepto de arte para demostrar la debilidad de las fronteras artísticas. ¿Es arte un excremento humano? En principio no, pero el artista italiano Piero Manzoni, fallecido en 1963, expuso una colección de latas que contenían, cada una, treinta gramos de sus propios excrementos. La obra forma parte de la Tate Gallery de Londres. ¿Puede ser arte el vacío absoluto? Una respuesta negativa también podría cuestionarse: Yves Klein, uno de los precursores del arte conceptual, presentó una exposición en París que consistía en una galería totalmente vacía. Carey se conforma con decir que "una obra de arte es cualquier cosa que alguien la considere como tal, aunque sólo lo sea para ese alguien".
Consecuencias desastrosas
Lo cierto es que el arte hoy en día conduce a situaciones, cuanto menos, curiosas cuanda se trata de reconocer una obra maestra. En 2003, unos desconocidos entraron en el Museo Guggenheim de Bilbao y colocaron un cuadro abstracto realizado por ellos mismos en una de las paredes de la colección permanente. En la cartela se incluían autor, fecha y procedencia falsos. Ninguno de los visitantes del museo notó nada raro durante las pocas horas que permaneció colgado. Algo similar ocurrió el año pasado en ARCO. Un programa televisivo acudió a la feria de arte contemporáneo con un cuadro pintado en una guardería por niños entre dos y tres años y lo colgó en uno de los pasillos de la muestra. A los potenciales compradores les parecía que el precio estipulado, 15.000 euros, no era exagerado.
Las consecuencias de esta frontera difusa a veces son desastrosas: una creación abstracta de John Chamberlain realizada con chatarra de automóviles fue retirada por los barrenderos cuando alguien la dejó en la puerta de una galería de Nueva York; y los empleados de una casa de subastas retiraron el envoltorio de papel de embalar de una silla sin reparar en que era parte integral de una obra de Christo.
Estas paradojas no son exclusivas de las artes visuales visuales; Joshua Bell, uno de los divos internacionales del violín, se prestó a tocar durante tres cuartos de hora en una estación de metro de Washington. Casi nadie le hizo caso, sólo cuarenta personas se detuvieron un instante a escuchar a un músico que agota las entradas de los mejores teatros del mundo.
Al final, parece tan complicado saber si una obra es buena o mala que quizá sería una buena idea llevar los dibujos de su hija a un marchante de arte. Al menos le fue muy bien a los padres de Marla Olmsted, una niña estadounidense que, a los cuatro años, ya vendía sus composiciones abstractas por 15.000 dólares.
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